Ayer, sentado en un velador (siempre he llamado así a las mesitas que los establecimientos hosteleros ponen en la acera), con el cuello dolorido por ese gran deporte que es mirar, veía ancianas con ropas de vivos colores, parejas jóvenes con criaturas en carrito, recién llegados de rostros y pantorrillas blanquecinas paseando perros con un gran parecido a sus dueños, excepto en el tono de piel.
Miraba y, como hago en muchas ocasiones, imaginaba vidas, nombres, profesiones, de donde venían o si eran residentes.
La avenida principal está siempre muy concurrida y, a partir de que el sol baja, la afluencia a terrazas, veladores y restaurantes, crece hora a hora.
Para descansar mis hernias de disco, cerré los ojos y solo quedaron los sonidos.
En la mesa, a mi espalda, unos veraneantes hacían valoraciones algo absurdas sobre los chiringuitos de la playa, el precio del café con leche o lo ricos que estaban los calamares en un determinado bar. La voz cantante la lleva una mujer que parecía formar parte del equipo de Michelin y que en aquel momento tenía el objetivo de repartir estrellas y constelaciones a diestro y siniestro.
Un caballero, parado frente a mi mesa (supongo, ya que yo seguía con los ojos cerrados), preguntaba por la farmacia más cercana y otro le contestaba con el útil "no sé, no soy de aquí".
Un niño lloraba y un perro ladraba. La policía local, seguramente, pasearía con aire marcial, rozando el punto chulesco, con su máquina de poner multas en la mano, amonestando a todos los vehículos aparcados sobre la acera en la puerta de la farmacia.
Y por una ida de olla de esas mías, abrí los ojos y ya nada era igual.
El supermercado de enfrente era un montón de escombros. Cadáveres, sangre y una nube de polvo que llegaba hasta la puntera de mis zapatillas.
Un perro ladraba, con desconsuelo, al lado de los restos de su amo. Una señora con vestido rojo, ayudaba a un guardia y presionaba con su bolso una herida que salpicaba su ropa.
Un carrito de niño, humeante y vacío. Bajo un coche destrozado, se veían las pantorrillas blanquecinas de algún veraneante y al lado una máquina de poner multas.
El silencio se rompía por gemidos y lamentos. Giré la cabeza y de la repartidora de estrellas no quedaba nada.
El vello de mis brazos estaba erizado como si una energía estática tirara de él.
Cerré de nuevo los ojos ante tanto horror esperando que fuera una alucinación y que, al abrirlos de nuevo, todo volviera a la normalidad. A mi normalidad.
La mujer seguía con la queja del precio del café con leche y alabando los bollos. Los guardias paseaban entre los turistas con actitud de ordeno y mando.
Una conocida, con vestido floreado, se disculpa por no habernos saludo en su vuelta anterior.
El señor que buscaba la farmacia, la encontró. El caballero con perrete, habla con la joven pareja con niño.
Mientras, Abir Al-Sahlani, nos recuerda que nuestra humanidad colectiva ha fallado.
Nuestra naturaleza humana, la sensibilidad, la compasión, ni están, ni se les espera.
Es agosto, puede que estén de vacaciones.
- Si, ponme otra cerveza
Animo y suerte.