Un día hay vida. Así inicia Paul Auster su novela "La invención de la soledad"
Ahí, se inicia todo.
Una noche de insomnio, como tantas, buscando el soporte de la mesilla con la palma de la mano para no caer al vacío o si, buscando ese vacío que es el sueño.
De pronto, todo desaparece. No hay ningún signo, no hay aviso, nos desconectamos por agotamiento, o porque la melatonina llega a su nivel imprescindible y nuestro ciclo circadiano deja de verse influido por el cortisol.
No estas, te has ido.
De pronto, igual que te fuiste, vuelves. Abres los ojos y estas ahí. Con los ojos pegados y las articulaciones aún poco hábiles.
Un nuevo día, y hay vida.
Sopla el viento, el sol pone luz a la oscuridad de la noche.
Los pájaros revolotearan de una rama a otra. El maldito gato pardo, habrá saltado la valla y estará acurrucado en tu sillón.
Las palomas, incansables, arrullan en los postes de la calle.
¿Así será el final?
No tenemos certeza de casi nada o de nada. Y esa misma incertidumbre, esa que nunca hemos tenido ni tendremos, nos empuja a seguir buscando. Queremos estar seguros, no queremos sobresaltos.
Un día hay vida.
Hoy, hay vida.
El pruno, espigado, vive al límite por el empuje del viento.
Haremos galletas de avena y coco. Abriremos una botella de vino y fijaremos propósitos y planes que, sin certeza de cumplimiento, empujaremos.
Y en unas horas, de nuevo, caeremos en ese vacío de esperanza, de falta de certeza. Sin aviso, sin señales. Como aquel fundido a negro de "Los Soprano", así acabara el día.
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