Melisa, pasiflora, tila y valeriana. No acababa de convencerle el olor de aquella infusión, y tampoco hoy había servido de mucho.
Miro el reloj. Las 4:18. Al poco de acostarse, se quedó dormido. Pero, tal vez, un ruido le despertó. Un ruido que seguramente no existió.
Una vuelta, otra. Intentó relajarse y dejar pasar los minutos con la vana intención de caer dormido, como a traición.
Sabía que era un engaño, pero lo aceptó.
Ahora, observaba la bolsita de jengibre. ¿Y si me hago una de esto?, se preguntó.
Mientras el microondas calentaba agua, dejo vagar su mirada por una de las ventanas que daban al patio. Solo una luz en el edificio de enfrente rompía la oscuridad.
Pasados unos minutos, el leve picor del jengibre de dejó notar en el primer sorbo.
¿Cómo se llamaba aquella profesora? Si, la primera. Aquella señora mayor, peripuesta y enjoyada, que cuando se ponía la bata soltaba pescozones de mala abuela.
¿Y ahora? ¿A qué viene estar pensando en ella?
¡Claro! Guadalupe. Doña Guadalupe.
A un niño, le hizo una herida en el moflete al darle un bofetón.
Sea por casualidad o porque Doña Guadalupe lo llevaba con el engarce hacia adentro, uno de sus anillos dejó marca y desgarro.
Cada vez que iniciaba la clase y se acercaba a ellos, juraría que todos le miraban los dedos, para asegurar que los anillos los llevaba bien colocados.
Había otro profesor. Don Miguel.
Era distinto a la malvada abuela de los anillos. Era amable, educado, mucho más joven. Tal vez, por eso, ella lo menospreciaba, aunque el extremara su amabilidad, incluso con ella.
Estaba teniendo la misma sensación que las noches de confinamiento. El reloj desapareció. Daba igual dormir de noche o de día. No había citas, ni obligaciones horarias. Solo los vehículos de la autovía, aun siendo pocos, parecían tener prisa por llegar a ninguna parte.
Pero hoy, sí. Había cita temprano y seguro que habría atasco.
Quedaba algo más de media taza. Estaba llegando a ese punto en que la batalla cambia radicalmente. Hasta ahora era conseguir conciliar el sueño, a partir de este momento, el objetivo es mantenerse despierto. Total, en 90 minutos, ducha, vestirse y a la calle.
Ojeó un libro que llevaba días esperando turno. Era una edición facsímil de "El arte culinario" de Adolfo Solichón. La segunda edición, aumentada, de 1906.
"𝐸𝑛 𝑢𝑛𝑎 𝑚𝑎𝑟𝑚𝑖𝑡𝑎 𝑑𝑒 𝑐𝑜𝑏𝑟𝑒 𝑏𝑖𝑒𝑛 𝑒𝑠𝑡𝑎𝑛̃𝑎𝑑𝑎, 𝑑𝑒 𝑢𝑛𝑎 𝑐𝑎𝑏𝑖𝑑𝑎 𝑑𝑒 𝑜𝑐ℎ𝑜 𝑎𝑧𝑢𝑚𝑏𝑟𝑒𝑠 𝑑𝑒 𝑙𝑖́𝑞𝑢𝑖𝑑𝑜, 𝑠𝑒 𝑝𝑜𝑛𝑑𝑟𝑎́𝑛 𝑐𝑢𝑎𝑡𝑟𝑜 𝑘𝑖𝑙𝑜𝑠 𝑑𝑒 𝑐𝑎𝑟𝑛𝑒 𝑑𝑒 𝑐𝑎𝑑𝑒𝑟𝑎 𝑑𝑒 𝑣𝑎𝑐𝑎, 𝑙𝑎 𝑞𝑢𝑒 𝑠𝑒 𝑎𝑡𝑎𝑟𝑎́ 𝑐𝑜𝑛 𝑢𝑛 𝑏𝑟𝑎𝑚𝑎𝑛𝑡𝑒 𝑝𝑎𝑟𝑎 𝑞𝑢𝑒 𝑛𝑜 𝑠𝑒 𝑑𝑒𝑠ℎ𝑎𝑔𝑎, 𝑢𝑛 𝑘𝑖𝑙𝑜 𝑑𝑒 𝑡𝑒𝑟𝑛𝑒𝑟𝑎 𝑦 𝑢𝑛𝑎 𝑔𝑎𝑙𝑙𝑖𝑛𝑎 𝑏𝑖𝑒𝑛 𝑙𝑖𝑚𝑝𝑖𝑎."
Así describía el insigne Solichón el comienzo de su receta de Caldo de carne. Primero espumar, añadir las verduras y dejar cocer durante al menos seis horas.
No. No le daba tiempo a preparar el caldo, y claro, tampoco disponía de una marmita de cobre de dieciséis litros.
Pero, igual mañana, compraba para hacer caldo. Seis horas, seis.
No creía que su dificultad para conciliar el sueño tuviera que ver con el envejecimiento. Dormía, habitualmente, poco.
Las 5:17. No había ni un solo ruido. La lámpara de la mesa enmarcaba un cuadro de luz. A la derecha, la oscuridad del estudio. A la izquierda, más oscuridad tras el portalón.
El codo apoyado en la mesa y la mano sujetando la cabeza. Una respiración rítmica, relajada. Los ojos cerrados, el cuello algo inclinado.
Ahí dentro, Doña Guadalupe, Don Miguel, un caldo de carne burbujeando en una gran marmita, olor a jengibre, melisa y pasiflora.
La vida pasando, oscura y silenciosa.
En un rato dolerán las articulaciones, tal vez alguna insensible por falta de riego.
Unos minutos de descanso, para seguir.
Paró la alarma un instante antes de que sonara.
Vamos a por el primer café.
Buenos días.
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