miércoles, 13 de octubre de 2021

Santa Paciencia (V)



Eran unos jardines que, como por encanto, tenían unos setos altos y bien recortados. Algunos llegaban a elevarse y formar arcadas. Otros, en la punta, se redondeaban o construían almenas de un castillo imaginario.
En lo que hubiera sido el patio de armas, había un arco, de piedra u hormigón. Era como si indicara el paso del paralelo de Greenwich, o un detalle incompleto de quien diseñó el jardín. Era como una diadema clavada, ahí, en medio.
Alguno, más mayor de cuerpo y fuerza, pero con poco juicio, se atrevía a escalarlo y alcanzar el centro, la cúspide. Agitando una imaginaria bandera, se nombraba Rey o Califa, o Capitán del jardín aquella tarde.
Si alguna vez vi al jardinero artista, no lo recuerdo. Pero lo que si recuerdo era mi cavilación por como haría aquellas rectas, aquellas curvas y como podía mantener tan bien cuidadas las paredes del castillo, del barco o cuando tocaba, las trincheras de nuestras guerras con fusiles de palo.
Había días de canicas. Hacer un hoyo en el suelo y lanzar la nuestra ,desde el allí, hasta la línea trazada en el suelo unos metros más allá. Quien llegaba más cerca, empezaba el juego.
Con un rápido gesto de la mano medíamos un palmo y tratábamos de golpear la canica de otro jugador, repitiendo, por cada golpe conseguido, la cantinela de chiva, pie, tute (a veces retute) y volver al gua, para ganar la canica golpeada; o el derecho a volver a tirar.
Pantalones cortos, bolsillos llenos de canicas de cristal, de cerámica o de plomo. La tarde podía hacerte volver a casa con más canicas o con menos, pero siempre con ganas de repetir.
No había muchos balones, las acacias, que llenaban la zona, se encargaban de destrozarlos.
Días de sadismo, con luchas de saltamontes y hormigas. Días de jugar al pañuelo, al escondite, de correr como si la vida nos fuera en ello, de desolladuras en las rodillas, de rasgar el pantalón nuevo y de lágrimas, como puños, por el zurcido o la rodillera, más que por la bronca que te echarían al llegar a casa.
Claro, si, también había peleas de las de verdad. Un pabellón, contra otro. Los de los bloques, contra las casetas bajas, o contra los de los Mártires, o los del otro lado del puente. Con los puños o con piedras. La sangre no llegaba al río, aunque a veces la buena puntería de algunos abrió mentes, o mejor dicho, cráneos y el color rojo tiñó el suelo del jardín.
Confieso que alguna "cuquera" hice, más por casualidad que por puntería. Incluso, años más tarde, intentando detener una pelea, acabé en el hospital. Desprendimiento de retina. Pero, esa, es otra historia.
Bancos de madera y cemento. Meriendas de pan con chocolate, que comíamos de manera atropellada para volver al barco, al castillo, a la guerra.
Polvo, sudor y colonia barata.
Oigo el penetrante silbido de mi padre desde la ventana. Es hora de cenar. Mañana volveremos a guerrear, a cruzar mares o a comernos el mundo con chocolate, aunque ese jardín ya no exista. Ni los setos, ni la diadema, ni los bancos.
Pero siempre tendremos las cicatrices, las cuqueras y desolladuras y, claro, la canica llegando al gua.
𝐎𝐜𝐭𝐮𝐛𝐫𝐞 𝟐𝟎𝟐𝟏

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