𝙎𝙖𝙣𝙩𝙖 𝙋𝙖𝙘𝙞𝙚𝙣𝙘𝙞𝙖 (𝙑𝙄𝙄)
Digamos que se llamaba Carlota. Vivía unos pisos por debajo de nosotros. Cuando pasábamos por su rellano, lo hacíamos deprisa, por si en ese momento ella abría su puerta y nos llenaba de besos y caricias.
El problema no era su efusividad, que también, sino que desde que entrábamos por el portal, ya había alguien en el descansillo de casa, esperando nuestra llegada y si había parada con Carlota, prepárate.
Primero malas caras, después el consabido "mira que os lo tengo dicho" y claro, el colofón, limpieza profunda de la zona besada o acariciada con agua bendita.
Carlota, una señora entrada en años (o a mi me lo parecía), iba siempre de negro. Su peinado, impoluto, sin un pelo fuera de lugar. Mirada directa y penetrante. Creo recordar que era viuda de un militar o de un guardia civil. Ni bigote, ni verrugas peludas.
La escalera, era como nuestra segunda casa. Entrábamos y salíamos de los distintos pisos, igual que el resto de vecinos. Hoy podías merendar, en el entresuelo, pan con chocolate o acabar en el segundo tomando el pan con aceite y azúcar. Pero no en casa de Carlota.
Tenía una hija, alta, grande, algo más mayor que nosotros. Más de una vez, se empeñaba en "subirme" a mi casa y claro, había parada en la suya para que Carlota (su madre) viera como había crecido "el pequeño del 4º.
A veces, al cruzar aquel umbral, me sentía como Hansel. Valorado, medido y casi pesado con la intención de acabar dentro de un horno con una manzana en la boca.
Mi abuela, padecía problemas de circulación y sufría su enfermedad en un sillón de mimbre. Llegó un momento que no salía de casa. Cuatro pisos de altura, eran demasiado para ella y desde aquel sillón, intentaba controlar todo lo que había a su alrededor. Su palabra era ley.
Y cuando su palabra no surtía efecto, lo hacía el mango de caña de la escoba, o aquel cenicero de Cinzano que lanzaba con una puntería envidiable.
Ella, era quien restregaba y restregaba con un pañuelo fino empapado de agua bendita, la cara, el cuello y todo lo que suponía había estado expuesto a los influjos demoníacos de Carlota, la vecina de abajo.
Nunca supe, y si lo supe no lo recuerdo, a que venía esa fama de bruja.
Su casa, super limpia y ordenada. Los suelos brillaban, como si fueran de cristal.
Llegué a creer que tenía a su disposición un grupo de pequeños esclavos dedicados a recoger y limpiar sin descanso. Siempre tenía las persianas bajas, colaborando a crear una atmosfera peculiar. Y el olor. Una mezcla de desinfectante y Maderas de Oriente, dulzón y pegajoso.
Todo era algo inquietante y misterioso.
En el fondo, cuando me invitaban a entrar en aquella casa, no entraba solo. Por un lado, me acompañaba el temeroso Hansel, y por otro, se desperezaba un Capitán Trueno que en cualquier momento podría luchar contra ¡Controda la hechicera!.
Pero, primero, había que acabarse el bocadillo de mortadela.
(Continuará)
*Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, o no.
(𝙁𝙚𝙗𝙧𝙚𝙧𝙤 𝟮𝟬𝟮𝟮)
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