Recuerdo aquellos días muy calurosos, tanto como el de hoy.
El colegio había terminado y los malditos Cuadernos de repaso Santillana, que yo cumplimentaba estoicamente todas las mañanas, eran la obsesión de mi querida madre. Había que escapar.
Por la galería, abierta, entraba una agradable brisa mientras desayunábamos.
En alguna ocasión se me permitía, arropado por mil malos presagios y otras tantas recomendaciones a mi hermano, acompañarle a por la leche a una vaquería cercana.
Calle, vacas, salir.
Era toda una aventura. La parte esencial, no cumplir ninguna de las recomendaciones establecidas.
- No te sueltes de la mano
- Tener cuidado al cruzar
- No corráis
- A la vaquería, y vuelta, no os entretengáis.
Pero claro, para el, yo era una carga. Cuidar del crío y evitar todo aquello que le gustaba hacer.
Bajar corriendo por los terraplenes, buscar nidos, unirse a expediciones y aventuras con otros chicos del barrio, etc. Pero no. No podía, bajo pena de arresto domiciliario hasta el final de sus días.
Y claro, el crío, que había salido con su flequillo al viento deseoso de aventuras, acababa escuchando las misma recomendaciones y amenazas pero, además, con falta de circulación en la mano de tan fuerte como lo sujetaban.
Otra de las maravillosas aventuras veraniegas, era ir a la compra. Bueno, vale, retrasaba el momento de hacer palotes, círculos y proyectos de números, que ya era algo.
Pero, siempre hay un pero. Era agotador y bochornoso lo de "... que guapo y que alto estas". "Dale un beso a la Sra. Concha". Y así, con todas las vecinas y conocidas.
O sea, acababa lleno de carmín y oliendo a Maderas de Oriente como si hubiera nacido en arabia.
Ya de vuelta, sudoroso por el calor y los apasionados achuchones de las vecinas, había magdalenas y limonada con "esponjau".
Era como un azucarillo que, a veces, venía preparado con clara de huevo y esencia de limón. Una masa porosa y rígida que me encantaba observar mientras se deshacía en vasos de cristal fino, llenos de trozos de hielo. Ese era el momento de la droga azucarada. Escapar.
Otra cosa eran los fines de semana.
No tengo muy claro el recuerdo cuando mi padre, con espíritu aventurero fuera de lo normal, planteaba ir al rio.
No me gustaba, ni poco, ni mucho. No me gustaba nada.
Mi madre, se quedaba en casa cuidando de la abuela y nosotros salíamos pertrechados como exploradores a aquel paradisíaco lugar denominado "El Pedregal".
Y eso era precisamente. Un pedregal, por donde a veces el agua llegaba a la rodilla y las más, al tobillo.
Conseguías mojarte el culo y poco más. Algunos cazaban ranas, otros tiraban piedras y algunos, los menos, lavaban el coche.
Yo, desde que llegaba hasta que me iba, parecía un merengue. Impregnado de arriba a abajo, con aquella crema de la lata azul de Nivea.
Se suponía que mi piel blanca inmaculada, podía disponer de un nivel de protección efectivo a partir del momento en que solo se me veían los orificios de la nariz y los ojos. El resto, merengue puro.
Que noches tan maravillosa de insolación. De piel tipo gambón, oscuro, rebozado en merengue.
Quien me iba a decir a mi, que años después, el inventor de aquellos cuadernos de repaso, sería mi jefe.
Verano, Santillana, azucarillo y piel ardiente. Que más se pude pedir, Jesús.
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