domingo, 29 de diciembre de 2024

Santa Paciencia (XI)



Seguro que la abuela, sentada en uno de los sillones de mimbre del comedor, estaría limpiando borrajas para hacerlas con alcachofas o con judías pintas, o todo junto.
Y seguro, también, que varios barreños con cardo rizado, al fresco, descansarían en la pequeña galería que daba a la selva amazónica del patio trasero para la ensalada habitual. O era escarola o cardo. Con mucho ajo picado, vinagre y aceite.
Si, puede que hubiera bacalao, pero no lo recuerdo.
No había calefacción, y el brasero eléctrico no dejaba de funcionar. La cocina económica ayudaba, pero poco.
Ya teníamos frigorífico y habíamos abandonado "el armario del hielo".
Durante estos días, estaba prohibido salir a la galería. 𝑃𝑜𝑟𝑞𝑢𝑒 ℎ𝑎𝑐𝑒 𝑓𝑟𝑖́𝑜, 𝑝𝑜𝑟𝑞𝑢𝑒 𝑡𝑖𝑟𝑎𝑟𝑎́𝑠 𝑒𝑙 𝑐𝑎𝑟𝑑𝑜, 𝑝𝑜𝑟𝑞𝑢𝑒 𝑛𝑜 𝑡𝑖𝑒𝑛𝑒𝑠 𝑛𝑎𝑑𝑎 𝑞𝑢𝑒 ℎ𝑎𝑐𝑒𝑟 𝑎ℎ𝑖́ o simplemente, 𝑝𝑜𝑟𝑞𝑢𝑒 𝑛𝑜.
Pero, el motivo real de no poder salir, era 𝗲𝗹 𝗮𝗿𝗺𝗮𝗿𝗶𝗼.
Había un armario donde se guardaban "trastos" o todo aquello que mis padres o la abuela decidían que debía estar fuera de nuestro alcance.
Esto mismo, ocurría con el armario de la abuela.
Eran lugares con acceso controlado y debías disponer de autorización para "entrar" en ellos.
Muchas veces, imaginábamos que eran entradas a otros mundos, como bastantes años después descubrimos con Narnia.
Tras las blusas, faldas y abrigos de la abuela, habría un resorte que nos permitiría pasar a otro mundo a otra dimensión y podríamos jugar hasta cansarnos con todos aquellos juguetes que ella "amablemente" nos guardaba por si los "rompíamos".
Lo mismo ocurría con el situado en el balcón. Pero, en estas fechas, la tensión crecía.
La llave de canutillo que habitualmente estaba introducida en la cerradura, desaparecía. La puerta de este armario se abría hacia el interior de la vivienda y por lo tanto, aunque alguien saliera a buscar algo, era imposible ver su interior.
Curiosamente, la mañana del día de Reyes la llave volvía a estar introducida en su lugar habitual, pero ya no prestábamos atención.
Era el momento de comer mandarinas, cigarros de chocolate y jugar. Jugar con prisa, con el fuerte Comanche y la moto teledirigida. Oler el cuero nuevo de la cartera para el cole o devorar los libros de cuentos.
Hasta que la abuela, harta de nosotros decidía "recoger" todas aquellas drogas en su Narnia particular.
Yo creo que, a veces, se encerraba en su habitación, sacaba todos nuestros juguetes y volvía a sentirse una niña corriendo aventuras con los Pevensie y haciéndole un moño a Aslan. Seguro.

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