Viernes.
Aún faltaban un par de horas para el amanecer. Estos días pasados, había perdido esos momentos de luz.
Ayer, había llovido abundantemente. Fue una lluvia poco natural. Estaba demasiado ocupado, también, para oler los aromas posteriores.
El ozono de la atmósfera, la geosmina de las plantas, con ese intenso toque a moho y el suave y casi dulce petricor de las piedras.
Perder amaneceres, perder el olor de la vida.
Perder.
Se abrigó y decidió salir.
Avanzó por la vacía calle hasta llegar a una zona arbolada.
No se había fijado nunca, o si lo había hecho, no lo recordaba. Eran de mediana altura, con troncos finos. El otoño no les había afectado aún. Se paró junto a uno de ellos y deslizó sus dedos por la corteza. Levantó la cabeza buscando, que locura, la cara, la mirada de aquel árbol.
Este, era distinto a aquel. Y aquellos de más allá, también. Que lástima no conocer sus nombres o poder distinguirlos por familias.
Repitió la operación. Se fué acercando a los distintos grupos y volvió a ejecutar la caricia, buscando una cara, una mirada.
Hola, Olmo. Hola, Encina. Hola, Pino.
Daba igual que esos fueran sus nombres, o que fueran acebuches, madroños o algarrobos.
En uno de ellos, de frondosas ramas, apoyó la mano y cerró los ojos un instante.
"Hola, te vas a perder el amanecer", escuchó.
Lentamente, rodeó aquel tronco con sus brazos y respiró profundamente.
Caminó unos minutos hasta llegar a una zona más despejada. Si, era un buen sitio.
Mientras el sol peleaba con la oscuridad, seguía pensando en aquel árbol. Seguro que arriba, entre las hojas, estaba su cara, su mirada.
Se hizo la promesa de volver.
Se hizo la promesa, de no perder.
Animo y suerte.
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