Me despierto en la misma calle en que esta ciudad me recibió, por primera vez, hace unas cuantas decenas de años.
Sirve de conexión entre el Paseo de la Castellana y Bravo Murillo.
Distrito de Tetuán, barrio de Castillejos.
He salido a desayunar. Mucho movimiento de vehículos, como siempre. Algunos montones de objetos protegen el sueño de indigentes. Supermercados de cualquier lugar del mundo en las calles paralelas.
Cartas de breakfast con molletes ¿Mediterráneos?, con tomate y aguacate. Churros, porras, desayuno Continental.
Es, y siempre me ha parecido, un barrio extraño.
Muy cerquita, el Bernabéu, el Palacio de Congresos, la Castellana, la zona de negocios o, al menos, una de las zonas de negocios.
Contesto algunos mensajes y decido caminar hasta la Torre Picasso.
Bajo por Orense, todo me es conocido, mi paso cada vez más lento. Casi como protesta a toda la gente que veo a mi alrededor. Tienen prisa, seguro que sus destinos son importantes. Aunque las terrazas de los bares están llenas y hay grupitos de vapeadores y fumadores cada poco. Empiezo a ver personas con collares identificativos. Trajes azules, corbatas y algunos zapatos que mejor salir descalzo.
Las señoras o señoritas, muy arregladas, melenas cortas o media melena, perfumes "formales" nada de esos llamativos "siguemepollo".
Poca gomina. Ya no debe ser lo habitual.
Cabezas bajas metidas en los móviles. Un portero a la puerta de su edificio, un muchacho cruzando la calle. Mancos y ciegos.
Miro los edificios como si fuera un jubilado.
Oficinas que son viviendas para muchos. Viviendas con ventanas y balcones, desangelados, sin plantas, con las persianas bajas que parecen oficinas.
Giro hacia Castellana y llego al Bernabéu.
Impresionante construcción que necesitaría más espacio a su alrededor para ser observada adecuadamente.
Obras, sirenas de ambulancias que transportan mancos y ciegos con poca suerte.
Me paro y miro azoteas, letreros. Miro gente. Viviendas individuales en un palmo de acera que pisan miles cada día.
Alguien habla en un idioma que no consigo localizar. Esta sentado cerca de la Torre y parece mantener una reunión. Lleva unos cascos inalámbricos y está comiendo un sándwich.
Jamás John Montagu IV (se le atribuye la invención del sándwich), hubiera imaginado que la forma ideada por sus criados para que se alimentara y pudiera seguir jugando al ajedrez, tendría tanto éxito.
La Torre. Me trae recuerdos. Las primeras emisiones de informativos. La cascada de agua, 43 plantas y 157 metros de altura.
Decido volver y cruzo la plaza para buscar Orense de nuevo, por la izquierda.
Unas rampas de hormigón me llevan a mis pensamientos apocalípticos. Las hierbas y arbustos crecen en cualquier grieta. Nadie las utiliza como acceso a los niveles inferiores. Debajo, montones de trastos, basura y bultos bajo mantas, configuran otra ciudad.
Vuelvo a mirar la Torre. Despreocupados paseantes de perros, ciegos y mancos doblemente, pasan a mi lado.
A escasos 50 metros, hay otra ciudad.
Tiendas, encuestadores, bares, restaurantes, oficinas y viviendas. Sirenas, bocinas y mil lenguas en al aire.
Ciegos y mancos. Una ciudad con mil ciudades dentro.
Madrid, me mata.
Animo y suerte.
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