domingo, 22 de noviembre de 2020

Amanecer en Venecia


Domingo.
El agua de la piscina tiene un color verde pálido.
A un lado, una tumbona volcada junto a un montón de hojas.
Parece como si este lugar hubiera estado vacío durante meses, tal vez años.
Un pájaro, sobre el respaldo de una silla, mueve la cabeza inquieto y se lanza a volar al notar mi presencia.
Al fondo, un grupo de árboles mecen sus ramas en coreografía.
Siento como si me hubiera metido en una de aquellas películas que muestran la decadencia de una vida, de un país. Mi visión es de plano general.
Un caballero entrado en años, vestido totalmente de blanco, camina por el borde de la piscina.Un guardapolvo abierto, aletea al ritmo de sus pasos.
Lleva sombrero, también blanco, con una banda roja y ribetes negros.
Me mira. Con un gesto de su cabeza me doy por saludado.
Parece serio. Más que serio, triste. Una tristeza seria, o una seriedad triste.
Continúa andando hasta llegar a la tumbona abandonada, la levanta para sacudirla y la coloca cerca de uno de los maceteros que delimitan la piscina.
Toma asiento y cruza las piernas. Encaja el sombrero en una de sus rodillas y se recuesta cerrando los ojos.
Lleva bigote, una corbata roja y lentes. En el ojal, una rosa.
A mi espalda, el amanecer.
Busco otra hamaca, la limpio un poco y me instalo cerca de aquel desconocido, al otro lado del macetero.
Sin duda, un buen lugar para contemplar el amanecer.
La música de Mahler, rompe el silencio. Mi piel se eriza. No me atrevo a comentarlo con mi silencioso acompañante.
Amanece. También en Venecia.
Animo y suerte.

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