miércoles, 24 de febrero de 2021

Cartas que nunca enviaré (XVIII)

 


Hola.
Me dejaste preocupado. Ayer, cuando te vi, me dio la sensación de que estabas cansado.
En nuestra conversación tu tono de voz parecía distinto.
Tus proyectos, tus ideas, lo que me contaste, transmitía prisa, vértigo, y a la vez, impotencia.
Te vi como el conejo de Alicia, correteando de un sitio a otro. “¡Dios mío, voy a llegar tarde!”
¿Era ansiedad?
Este año pasado, muchas cosas se truncaron. Algunas ya venían renqueantes, eran difíciles de conseguir. Otras, la pandemia, el aislamiento o esa desidia que llenó nuestro tiempo "muerto", las dejaron languidecer.
Me mirabas sin verme, buscabas la forma de terminar la conversación. Todo era rápido, con urgencia. Sacar todo lo que querías contar en el menor tiempo posible, para seguir "a lo tuyo".
Se que no querías lastimarme. Contestabas a todas mis preguntas, pero con un punto de impaciencia amable.
Evitabas mirarme a los ojos, y cuando lo hacías más que una sonrisa, era una disculpa lo que transmitías.
Hubo un momento en que se me erizó la piel. Llegué a pensar que existía una fecha de caducidad. Igual que los condenados a muerte, o los enfermos terminales. No te quedaba tiempo.
“¡Dios mío, voy a llegar tarde!”
Al despedirnos, hiciste un gesto para rozar nuestros codos y yo te esquivé. Busque tu abrazo, te sujeté contra mi pecho un instante.
No opusiste resistencia, me dejaste hacer.
Pudo ser mi imaginación, pero tu espalda, tu pecho se relajaron, perdieron rigidez.
Al separarnos, casi a cámara lenta, vi tu sonrisa de ojos.
Cuídate mucho, te dije. Tu también, me contestaste.
Puede ser que el que llevaba prisa era yo. El de la urgencia, ese al que lo de “¡Dios mío, voy a llegar tarde!”, le es tan familiar.
¿Cuánto tiempo te queda? ¿Y a mi?
Ese abrazo, lo sigo notando. Aquellos labios, dulces, como de espuma.
Hoy intentaré, de nuevo, mirarme al espejo. Tal vez, encuentre esa sonrisa de ojos. Hoy, tal vez, vuelva a verte.
Animo y suerte.
𝟭𝟬𝟬 𝗰𝗮𝗳𝗲́𝘀 𝗺𝗮́𝘀 𝗰𝗼𝗻 𝘂𝗻 𝗽𝘂𝘁𝗼𝘃𝗶𝗿𝘂𝘀
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