sábado, 18 de febrero de 2023

Santa Paciencia (IX)

 


𝐒𝐚𝐧𝐭𝐚 𝐏𝐚𝐜𝐢𝐞𝐧𝐜𝐢𝐚 (𝐈𝐗)

Eran tres.
Tengo que esforzarme para recordar sus nombres. Incluso recordándolos, confirmo que me he equivocado al ubicarlos.
Las Nuevas Sederías y Canudo, en el Coso, Almacenes San Juan, al final de la empinada cuesta que nos llevaba a la plaza del Mercado, donde está La Confianza.
Cuando "subíamos" al centro de la ciudad y había alguna necesidad de ropa, era una de las visitas obligadas.
Al entrar, a la derecha, había un pequeño pulpito donde oficiaba un señor extremadamente delgado, nariz prominente, siempre trajeado impecable y el pelo peinado hacia atrás. Tal vez con gomina.
Entre bocanadas de humo, daba los buenos días o tardes, según correspondiera, como un autómata. Ni un gesto, a excepción de los necesarios para fumar (eran movimientos excesivamente lentos y afectados cuando daba sus caladas) nunca una sonrisa. Voz profunda y cavernosa.
Fue mi ídolo laboral durante muchos años, incluso ahora.
Delante de él, una caja registradora con teclas, que una vez realizada la compra, utilizaba para generar el ticket y cobrar.
Recibía el albarán que el cliente entregaba con cortesía Japonesa, de forma muy elegante, casi delicada. Repetía la cantidad que allí estaba escrita e iba tecleando y pronunciando una a una las cifras, hasta que empujaba la manivela de la caja registradora.
Tomaba el dinero del cliente y, con el mismo tono de voz, devolvía el cambio con cortesía y seriedad, alargando a veces, alguna de sus palabras.
- Con esto hacen cincueeeeenta, y con estoooo cieeeen.
Yo, dudaba de que fuera real. Incluso llegue a creer que solo existía de cintura hacia arriba, y que el resto de su cuerpo escondía un mecanismo de autómata que lo movía.
La tienda era maravillosa. Me dejaban circular por ella, libremente.
Mostradores y estanterías altísimas (así las recuerdo) de madera oscura. Rollos de tela de todo tipo, lisos, estampados, con distintos grosores y tactos.
Me gustaba asomarme al borde del mostrador y ver todos aquellos objetos que reposaban sobre él, desperdigados.
Tijeras inmensas que las dependientas manejaban con destreza, jaboncillos para marcar los cortes, metros, de tela y de madera que como si fueran armas de la ultima batalla, descansaban sobre tablas y tubos en los que las telas estaban enrolladas.
Al fondo, a la derecha, los probadores y un pequeño saloncito, donde si el cliente deseaba la confección de alguna prenda, se le tomaban medidas y se hacían las ´distintas pruebas.
En una mesa baja, revistas a todo color para entretener a los acompañantes. Ama, Diez minutos, Garbo, Hola, y buscando, con un poco de paciencia, podías encontrar el TBO, o al Capitán Trueno.
Aquel señor, junto a la mesita baja me sonreía y no dejaba de mirarme.
Me quitaron la chaqueta y comenzó a tomarme medidas.
Olía a Varon (sin tilde) Dandy, con un rasurado perfecto y unas gafas redondas y diminutas, que al apuntar en su libreta mis distinta longitudes, se le escurrían hasta la punta de la nariz.
Llevaba chaleco, con la espalda en una tela brillante y sedosa y el delantero de la misma tela que sus pantalones.
Yo quería un chaleco. Me gustaba. Con el paso de los años, llego a ser una prenda muy habitual en mi. Con vaqueros, sobre una camiseta de manga corta o con camisa. Mi padre dejaba en mis manos todos los que él tenía en desuso, que eran muchos.
Aquel señor de gafas redondas y diminutas, me hizo mi primer chaleco a medida. Mi traje de primera comunión.

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