Oigo a Mirlo y a sus amigos hace rato.
Como es habitual, lleva la voz cantante.
Su pico, anaranjado, resalta sobre su plumaje oscuro. Salta de la barandilla al poyete, suelta la parrafada y vuelve al poyete.
Los otros, en medio de un barullo de voces, parecen divertidos.
Hace un gesto de saludo con su cabeza, yo, le contesto.
Voy a la cocina y pongo en un bol unos frutos secos.
Al salir a la terraza, noto un revoloteo y un "¡que viene, que viene!".
En la esquina de la pérgola está Mirlo. Ya me vio antes, no se asusta. Ha llovido y hace algo de frío.
- ¿Todo bien? Hace días que no coincidíamos.
- Si, fenomenal. ¿Y tu? Te veo con energías.
- Eso, siempre.
- ¿La familia? ¿Los amigos?
- Si, todo bien. O por lo menos sin posibilidad de queja.
- Me alegro.
Al otro lado de la calle, sobre las cornisas y las inútiles antenas de televisión, sus asustadizos amigos nos observan.
Si no fuera tan habitual escuchar el trino de los mirlos, podríamos pensar que es superior al del ruiseñor. Su melodía es la más musical.
Se lo digo y Mirlo agradece mi comentario.
- Que distintos somos ¿verdad?
- No creas, somos tan obtusos y obstinados como vosotros. A veces, nos agotamos luchando contra nuestra propia imagen reflejada en un espejo, en un cristal o en el tapacubos cromado de la rueda de un coche.
Tengo que volver al trabajo. Servicios, catálogos, clasificaciones y categorías. Procesos, mejora. Ordenar, gestionar, medir para existir.
Y cajas, y más cajas. Sigo en la migración.
- Te echaré de menos.
- Y yo a ti.
Pocos libros y demasiados tapacubos.
Animo y suerte.
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