Erase una vez, un pez.
Nació en el océano, rodeado del amor de sus padres y de una multitud de otros pescados. Grandes, pequeños, de agiles aletas y doradas pieles.
Aprendió a esquivar anzuelos y redes. Era curioso, un tanto enamoradizo y rebelde, en su juventud. Con el tiempo, las escamas se curtieron y los movimientos de su cuerpo al nadar, eran más ágiles y fuertes.
A veces, competía con otros peces saltando olas.
-¡Vamos, que viene otra!
Un grupo de aguerridos pescados movían su aleta caudal y lanzaban su cuerpo hacia el cielo, intentando que la cresta de la ola, no los alcanzara.
Para nuestro pez, poco importaba la victoria, solo quería volver a saltar, una y otra vez, y poder ver sin agua salada de por medio, la lejanía, el horizonte.
Un día, ese horizonte, cambió.
Alguna vez los había visto en barcos pesqueros y recordaba las enseñanzas de sus padres, sobre ellos.
- No pueden vivir en el océano. Se limitan a chapotear cerca de la orilla y cuando intentan llegar más lejos, las fuerzas les fallan, se hunden y se ahogan.
Aquellos, llevaban poca ropa. Y la que llevaban era de llamativos colores. Paseaban, correteaban o chapoteaban. Algunos, bajo unos techos muy coloridos que, seguramente, les protegían del sol.
¿Cómo se verá el mar desde ahí?, se preguntó.
¿Y un atardecer? ¿Y la salida del sol?.
A partir de aquel momento, esas preguntas se repetían todos los días en la pleamar.
Con mucho cuidado, se acercaba a la orilla y aprovechando el oleaje, practicaba sus mejores saltos; no con la intención de esquivar la cresta de la ola, sino para que ella le empujara lo más adentro posible, hasta alcanzar el arenal, las dunas y desde ahí poder disfrutar de esa imagen anhelada.
A veces, llegaba unas decenas de metros tierra adentro. Pero no era suficiente. Envuelto en la ola de regreso o en las corrientes de resaca, debatiéndose por la falta de aire, volvía al océano, agotado, exhausto, pero con más ansia de un nuevo intento.
Habló con los saltarines del fango, con las anguilas, con los blenios intermareales que vivían en grietas húmedas entre la tierra y el mar. Quería conseguirlo, un amanecer, un atardecer. Ver el mar, el océano, desde el otro lado.
Pasó mucho tiempo y sea por casualidad o porque había llegado el momento, el pez saltó de nuevo. Con todas sus fuerzas, con más ímpetu que nunca, hizo una cabriola y vio reflejada su brillante piel sobre el agua. El sol descendía.
Rebotó en el suelo y boqueando, pudo, al fin, observar aquel espectáculo.
Su alma, si los peces tienen alma, se sentía bien, maravillada y porque no decirlo, feliz.
Ya solo quedaba esperar al amanecer.
El viaje, esta vez, no tuvo vuelta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario